Sin perder la esperanza soñar, reír y llorar.
Sin perder la esperanza observar, aprender y actuar.
Sin perder la esperanza, a veces se pierde
Pero gracias a la resistencia humana en los lugares más inhóspito y hostiles no tenemos más obligación que resistir y persistir en ti.
Vida

viernes, 6 de enero de 2012

Camina temprano



Hay libros que te enganchan, que relees, que te inspiran finalmente. A mí me ha pasado con La mano invisible. No es una novedad, lo he comentado en varias ocasiones. Pero sí lo es que gracias a su lectura voy a empezar a desgranar -con ninguna intención ni modestamente de imitar a Isaac Rosa- historias laborales pero con un matiz: si la invisibilidad de la clase obrera es más que manifiesta, si hablamos de mujeres entonces resulta del todo clandestina.

Tengo la necesidad de contar algunas historias de mujeres que de una u otra forma me han acompañado a lo largo de mi vida y siempre, de mejor o peor modo, será al menos un breve homenaje a cada una de ellas, por su resistencia y su capacidad para hacer de todo. Los nombres son ficticios, las historias no.

Mayka vivía en un céntrico piso de una ciudad media, de una ciudad que antes era más amable que ahora y que habitaba junto a cuatro personas más, lo que era un piso compartido, con gente joven, estudiante y trabajadora.

Se ganaba la vida como podía, y una vez tuvo un trabajo que no estaba muy bien pagado pero le servía para sobrevivir, no era elegante pero le permitía llenar la nevera, y no era cómodo, tenía que levantarse a las cinco de la mañana para llegar, tras atravesar toda la ciudad, andando, a la casa en la que iba a cuidar a unos niños. Y de paso, fregaba, barría, limpiaba cristales, hacía la comida, ayudaba a hacer deberes, y un largo sinfín de tareas domésticas que como todas las mujeres saben son insorpotablemente interminables.

Le habían dicho que el trabajo era ser niñera, pero una cosa llevó a la otra, que si te hago un día las camas, otro día te recojo los platos del fregadero, al siguiente te pongo una colada, y al final, acabas siendo una chacha.

Y todo por el mismo precio. Y diez horas al día.

Mientras camina a tan temprana hora por una avenida larga, desierta y oscura, Mayka comprueba que a esas horas, tiene especial atracción hacerlo. La ciudad le pertenece, nadie ha abierto persiana alguna de ningún negocio, ni siquiera un taxista circula por las calles, pero sí hay alguien que forma parte de su recorrido diario, una mujer, mayor, helada, tirada en el suelo, en el mismo rincón de todos los días, tapada con una manta y ya, con la mano estirada esperando que alguien le eche una moneda.

Es también triste el amanecer tan solitario.

Mayka sabe hacer de todo dentro de una casa, su habilidad y eficacia no tiene límites, ha aprendido que en una hora puedes dejar relucientes de arriba a abajo todos los azulejos de una cocina, que a la par que le das un biberón a una criatura de tres meses puedes remover el cola-cao de la niña de seis años, que mientras doblas tres kilos de ropa puedes repasar la lectura con la misma niña. Y que mientras troceas los calabacines puedes jugar y llenar de mimos a un lindo bebé.

Una multitud de actividades que harán que a la hora de finalizar la jornada, los padres de los niños, los dueños de la casa, no tengan nada qué hacer ni nada que pueda entretener más a sus hijos que todo lo que ha hecho ya por ellos Mayka. Llegarán cansados a una casa que está de museo y que exhaustos de trabajar tampoco estarán para muchos trotes. Y volverán a deshacer todo lo que durante todo el día ha ordenado Mayka.

Al fin y al cabo, es el miserable precio que todos pagan para poder pagar su alquiler o su hipoteca y llenar la despensa. Siempre hay renuncias o sacrificios. Impagables, injustos. Como la vida misma.


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